Pensamos que la cuestión no es tanto realizar más o menos actividades de colaboración entre padres y profesores, como ir avanzando en cada una superando las dificultades con las que nos encontramos, atrevernos a innovar, a experimentar la alianza (Álvarez, 1999; CEIP de Ribes, 2002) y realizar el esfuerzo por enmarcarlas, orientarlas, liderarlas y sistematizarlas. En la misma dirección, compartimos con Intxausti (2002) el convencimiento de que no hay nada más dinamizador de las relaciones escuela-familia que los proyectos que van naciendo en los centros, pero dado que la energía del profesorado no es inagotable se ha de realizar un concienzudo examen de en qué se invierten.
Tomando como referencia lo aportado por la investigación y las experiencias desarrolladas (Martínez-González, 1996) y las propuestas realizadas por otros autores (Álvarez, 1999; Aranguren, 2002; Parellada, 2002) nos atrevemos a aportar una serie de notas que pueden hacer más eficaces los esfuerzos de colaboración entre familias y escuelas. Muchos han propuesto el término “partnership” para referirse al proceso que conlleva que padres y profesores aprendan a trabajar juntos, valorando lo que cada parte puede aportar a la relación (OCDE, 1997). Este es el marco en que deseamos situarnos.
En primer lugar, es requisito indispensable entender que no puede separarse la vida del alumno en la escuela y la del hijo en el hogar, que la colaboración escuela-familia es una respuesta necesaria, en la que escuela adquiere una dimensión de servicio a las necesidades del alumno y sus familias, y éstas, aunque importantes, contribuyen al rendimiento de los niños sólo como “potencia es facilitadores”. Mejorar la comunicación y reflexionar sobre los instrumentos de intercambio de información entre padres y profesores ha de ser un objetivo prioritario (Méndez, 2000), en el camino hacia unas relaciones caracterizadas por la “reciprocidad” (igualdad de estatus) y la “mutualidad” (tener asuntos en común).
En segundo lugar, asumir como procedimiento la diversidad de la IP, lo que conlleva un doble requerimiento: a) Incrementar el conocimiento sobre las principales dimensiones en las que las familias pueden variar (configuración, diversidad étnica y cultural, situaciones de estrés, miembros en situación de vulnerabilidad, recursos) como proponen Procidiano y Fisher (1992), las principales áreas de influencia de la familia en el logro de los alumnos (Christenson, Rounds y Gorney, 1992) y las necesidades, las creencias, los valores y estrategias educativas
de los padres (Redding, 1991). b) Aceptar que existen diversas formas de IP, todas igualmente válidas, que los padres tienen diferentes necesidades y aportan diferentes recursos. Ello no significa que las escuelas necesariamente tengan que proporcionar todos los tipos de IP. La meta debería ser lograr un acuerdo entre lo que los padres y lo que las escuelas perciben como factible de realizar, entendiendo por factible aquellas formas que se consideran posibles y con las que nos encontramos cómodos.
En tercer lugar, no se debería minusvalorar el impacto de los aspectos organizativos concretos que posibiliten la IP como elemento esencial en el proyecto educativo de centro, ni olvidar que la iniciativa debe partir de la escuela. Algunas prácticas que han resultado ser eficaces son (Olmsteam, 1991): discutir las actitudes del personal de la escuela hacia la IP, incluir padres y profesorado en la dirección del programa, escribir las propuestas, emplear una amplia variedad de medios para incrementar el intercambio de información y la asistencia de los padres a las reuniones, incentivar a las familias, recuperar los rituales, implementar algún componente en el programa en el que los padres sean vistos como educadores, incorporar los agentes sociales y comunitarios, favorecer la creación de redes de servicios (entre colegios, AMPAS, instituciones,...), adoptar procedimientos de evaluación y seguimiento. Especial atención merece la implicación de la dirección del centro escolar y el modo en que gestiona su situación intermedia entre padres y profesores, y los apoyos de la Administración.
En cuarto lugar, no hay que perder el plano de lo particular y recordar que el nivel que más interesa a los padres es el que está directamente vinculado con su propio hijo, que la IP en la educación de los hijos se incrementa cuando los padres creen que las prácticas escolares les ayudaran a incrementar su conocimiento sobre determinadas áreas críticas (p.e., el aprendizaje de la lectura o hacer los deberes), y cuando los programas responden a las necesidades de los padres y no se centran en los problemas.
En quinto lugar, es necesario que la formación del profesorado incorpore cuanto venimos diciendo, en especial el entrenamiento del profesorado en habilidades de comunicación y en actividades de colaboración con las familias (Kñallinsky, 1999). Las materias que abordan estas cuestiones son prácticamente testimoniales en los planes de formación inicial del profesorado. Martínez-González (2000), en el marco de la formación permanente del profesorado, propone la metodología de investigación-acción colaborativa entre profesores y padres como estrategia para dinamizar las relaciones familia-centro escolar.
Por último, pensamos que la legislación, a pesar de los avances en los últimos años, es extremadamente parca en recomendaciones y concreciones y señala tiempos de encuentro completamente insuficientes. La legislación debería adoptar una posición abiertamente facilitadora de las relaciones entre padres y educadores, estableciendo claramente una vinculación más extensiva e intensiva entre la AMPA y el Centro Escolar, incrementando la autonomía de los Consejos Escolares, eliminando la asimetría entre padres y profesores en su composición y promoviendo que sus actuaciones se centren fundamentalmente en lo educativo y curricular –sin renunciar a las actividades complementarias y extraescolares–. Pero, sobretodo, se deja notar la falta de preocupación por la innovación en lo que podríamos denominar la cotidianeidad de las relaciones profesores-padres. En este sentido, sin duda, la reciente ley de Calidad de la Educación constituye una oportunidad perdida.
Somos conscientes que estas recomendaciones no son las únicas posibles y que no son fáciles de incorporar a los modos de pensar y de actuar. Se trata de un apunte más en el marco de las políticas socioeducativas de atención a la infancia y a sus familias. Creemos que la multidimensionalidad de nuestra propuesta tiene la potencialidad de iniciar procesos de cambio. Hablamos de los principios que deben orientarla, de los procesos de formación y legislativos que definen y simplifican realidades, de los conocimientos y los procedimientos eficaces, tanto en el plano de lo general como de lo particular. Esperamos que la necesidad de la colaboración padres-profesores forme parte del rol educativo de ambos, que se incremente la percepción de eficacia, que nadie eduque sin querer, que no se privaticen los intereses colectivos, que se vaya rompiendo el muro que unos y otros han levantado con cierta complacencia, que nadie dimita en esta tarea.
Fuente: García Bacete, F. Juan, "Las relaciones escuela-familia: un reto
educativo". Castellón, 2002-2003
Baltasar Manzano Albaladejo