martes, 23 de marzo de 2010

"El papel de la familia en la violencia escolar". Emilio Bohórquez Rodríguez


El origen de la conducta violenta

En el estudio de las conductas violentas, ocupa un lugar importante la tesis de que las personas que tienen propensión a la violencia lo hacen impulsadas por sus rasgos caracteriales innatos, que les obligan a responder a los estímulos ambientales o a las demandas del entorno con agresividad. Es decir, que la violencia estaría determinada desde el mismo momento del nacimiento. Si bien esta postura no goza del consenso de la comunidad científica, que tiende cada vez más a buscar causas múltiples a un problema ciertamente complejo. Unas líneas de trabajo que han tenido muchísimo respaldo en los últimos 30 años han sido las teorías ambientalistas, que propugnan que cualquier individuo, al margen de su genotipo particular, aprende actitudes y valores que lo inclinan hacia la agresividad y la conducta violenta o no, dependiendo de una enorme cantidad de variables relacionadas con el aprendizaje. En definitiva, ante la cuestión de si la persona violenta “nace” o, si por el contrario “se hace”, se tiende a adoptar una posición intermedia que trata de conciliar las teorías genéticas y las ambientales.

La evidencia experimental más sólida, da a entender que existe en cada uno de nosotros un potencial agresor, que ha sido un fiel aliado del ser humano en los últimos 6 millones de años. Pero esta tendencia, que en el pasado más remoto contribuyó a la supervivencia de la especie, en la actualidad está inadaptada en una sociedad que castiga más que nunca los comportamientos violentos. Sin embargo, la tendencia innata del ser humano a la violencia puede ser modelada por el aprendizaje. Se puede aprender en relación a la expresión de la violencia, el problema radica en que este aprendizaje funciona en los dos sentidos: se puede entrenar la capacidad de control de la agresión o, por el contrario estimular su expresión.

Así las cosas, podemos apreciar la responsabilidad fundamental que tienen los educadores en particular, el Sistema Educativo en general y, por supuesto la familia, en el problema cada vez más acuciante de la violencia. La cuestión deja de ser si el violento “nace o se hace”, la pregunta debe centrarse en ¿cómo la educación puede conseguir que el potencial violento no exprese su tendencia a la agresión?, ¿cómo se puede inhibir el instinto básico de agresión para que no se manifieste?.

Este planteamiento es posible matizarlo hasta el infinito cuando se coloca en el marco de una sociedad ciertamente ambigua hasta el punto de la hipocresía que afirma detestar la violencia, la castiga de hecho con severidad, mientras que la idealiza, la alaba y la dispensa a través de los medios de comunicación, cine, entretenimiento, etc, proporcionando modelos de violencia a los mismos niños que pretende educar en la paz , la tolerancia y el respeto.

La interacción Familia - Patrones conductuales

Centrando el problema de la agresividad en el ámbito escolar, existe abundante evidencia experimental de que el entorno familiar es uno de los factores influyentes más poderosos en la conducta violenta de los alumnos conflictivos. Se considera probado que las experiencias familiares pueden contribuir poderosamente a desarrollar posibles patrones de conducta violentos y/o antisociales.

La evidencia experimental más significativa es el estudio de William y Joan Mc Cord (Mc Cord y Mc Cord, 1966). Estos investigadores querían saber si la asistencia social podía reducir las tendencias antisociales de jóvenes de la clase trabajadora. El estudio continuó durante un tiempo, pero no se pudo determinar que hubiera una relación causal significativa. Sin embargo, los registros tomados por los asistentes sociales se pudieron utilizar para un nuevo estudio longitudinal. Esta vez se quiso saber qué había sido de los chicos estudiados al cabo de los años. En esta ocasión se puso de relieve un hallazgo experimental de lo más interesante: Se pudo concluir que las experiencias en la familia eran el factor que determinaba con más peso la tendencia y frecuencia con que los jóvenes respondían agresivamente cuando se veían amenazados. Mc Cord descubrió que las formas en que los padres habían educado a sus hijos desde la infancia se relacionaba con la cantidad de conductas violentas y antisociales de los jóvenes, y más aún, con los registros delictivos de estos niños cuando alcanzaban los 30 años.

En efecto, podemos afirmar que el entorno familiar puede convertirse en un caldo de cultivo favorable para el desarrollo de tendencias violentas y antisociales. Por lo tanto es necesario que todos los educadores tengan siempre presente en su actividad, que las familias representan una “piedra de toque” tanto en las intervenciones primarias (formativas) como en las secundarias (correctoras) a la hora de fomentar actitudes de convivencia, tolerancia, educación para la paz y control de la agresividad y la violencia en cualquier centro educativo.

Asumir por la evidencia experimental el poder que las familias tienen de “enseñar” tendencias violentas, es sólo una parte del problema. La cuestión más importante radica en descubrir que tipos de influencias y qué factores de la relación familiar están implicados.

Uno de los primeros experimentos que trataron de dar respuesta a esta pregunta es el de Albert Bandura, el padre del aprendizaje social, por imitación o vicario, como se prefiera. Bandura (Bandura, 1983) entrevistó a los padres y madres de 52 niños en California Central con el fin de estudiar el origen de la violencia adolescente. Entre otras cosas, preguntaban a las madres y padres si alguna vez habían animado a sus hijos a pelear o los habían instruido en este sentido. Descubrieron que en muchos casos, sobre todo en el caso de los niños más violentos, los padres no sólo habían aconsejado a los niños que se “defendieran de las amenazas utilizando la violencia” sino que en algunos casos también obligaban bajo coacciones y amenazas a que lo hicieran. Los padres enseñaban a sus hijos mayoritariamente el razonamiento de “agresión por agresión” e incluso el concepto de “agresión preventiva”, con la esperanza de que de esta forma sus hijos fueran respetados.

Bandura concluyó que, de esta forma los niños sólo aprendían el concepto de Dominancia-Sumisión, o dicho de otra forma, la violencia es positiva porque con ella, siempre que sea posible ejercerla, eres más respetado.

De esta forma, Bandura puso de relieve el poderoso reforzador que es para la agresividad y la violencia el efecto de la recompensa primaria ( obtener el respeto de los demás y la admiración de los padres). Los niños no aprenden las consecuencias negativas que, a largo plazo, entraña la conducta violenta y por eso, el problema se complica al hacerse crónica la conducta violenta por ser admitida como válida en el entorno familiar.

¿Qué pueden hacer los progenitores?

Podría decirse que los niños no entienden de matices en lo que a conducta violenta se refiere y sólo aprenden que ser violento tiene muchas ventajas. No llegan a discriminar que la conducta violenta sólo es aceptable en muy contados casos y circunstancias muy determinadas. No se puede enseñar a un niño a ser “sólo un poquito violento”, ya que los matices son muy sutiles para que la mente infantil, y su sistema heterónomo de valores pueda asimilarlos.

Cuando desde la familia se aprueba e incentiva la conducta agresiva y violenta, el niño, indefectiblemente incorpora esos patrones de conducta a su repertorio, ejercitándolos en cualquier situación social en la que se sienta mínimamente amenazado. Éste es el factor más poderoso que determina la tendencia violenta de un niño: la aquiescencia de los padres y la práctica en el entorno familiar. La aprobación explícita o tácita de la conducta violenta de los niños en el entorno familiar funciona como un premio que aumenta la posibilidad de que ésta se repita en el futuro y acabe generalizándose a otras situaciones.

No es necesario el refuerzo positivo (premio) directo de la conducta agresiva para que ésta se refuerce, basta con que el niño la observe en sus padres o hermanos o que la experimente él mismo sin recibir un castigo para que sea cada vez más ejercitada. El refuerzo de la conducta agresiva es, sobre todo, indirecto y comienza en la familia. Por ello los padres deben mostrar una actitud firme y resolutiva a la hora de reprobar la conducta violenta de sus hijos, no basta con el silencio, los educadores deben actuar dando ejemplo. Los hijos deben entender sin ningún tipo de dudas que la violencia no es admisible, ejercitando pautas de conducta basadas en el diálogo y la tolerancia. Y ello no es fácil, porque parece que el Primer Mundo guarde dos criterios sobre la violencia: Uno para si mismo, los “ciudadanos de primera”, donde se aspira a la idílica convivencia y se rechaza el más mínimo atisbo de violencia, ya sea simbólica o fáctica. Y otro muy distinto, para los ciudadanos “de segunda”, los del Tercer Mundo, donde la vida humana vale lo que los intereses políticos y económicos de Occidente dispongan.

Los primeros que deben dar ejemplo de rechazo a la violencia son los padres en su conducta cotidiana: desde la forma de relacionarse con la pareja (una conducta despectiva o agresiva es un patrón que los hijos asimilan y hacen suyo a la hora de interrelacionarse con sus compañeros); la resolución de conflictos domésticos, sociales o laborales (si la violencia verbal, el improperio y la amenaza son las herramientas de resolución de conflictos de sus padres, es lógico que los hijos las consideren “normales”); la percepción de los medios de comunicación (si los padres no comentan la reprobable agresividad de muchos videojuegos, películas, etc...los menores observarán incrédulos la hipocresía de una sociedad que en la escuela le enseña el respeto y en los medios de comunicación le mitifica la violencia); la percepción de los conflictos (el terrorismo, la guerra y la violación de los derechos humanos están a la orden del día en nuestro planeta, parte de los cuales llega a nuestros hogares mediante radio, prensa o televisión, y es labor de los padres comentar la barbarie de estos hechos y la sinrazón de los mismos, puesto que los hijos se moverán en la ambigüedad de observar como los mismos políticos que defienden en sus flamantes leyes educativas su compromiso para con la paz y los derechos humanos, son los mismos que apoyan la guerra, venden armamento a países dictatoriales o guardan silencio mientras comunidades inocentes son masacradas por intereses partidistas y económicos).

Por tanto, los alumnos de hoy, que son los adultos del mañana, deben ser educados en una cultura para la paz desde el mismo entorno familiar. Una cultura de la no violencia sin ambigüedades.

Fuente:
http://www.cepazahar.org/eco/n4/spip.php?article44.

Carmen Mª Gil Ruiz

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